Blogia

en las blancas praderas

sus pestañas al amanecer

quiero pedirle a Él que me elija
para sus asuntos, para meterse un poco en mí,
y que me cuente que en las montañas cubiertas de vello
y en las profundas simas está
Él
como un aliento de dragón dormido

quiero pedirle a Él que considere mi solicitud sin reírse
que me diga que
Él
ya sabía que la última galaxia descubierta
estaba allí
en la palma de su mano serena

quiero que me dé una pista de su matemática prodigiosa
y me caliente su amor por los niños hambrientos que
Él
acaricia con sus pestañas al amanecer

algo que no suene a cuento de hadas

para que la piel no sea un impermeable reversible
con el único infinito al otro lado

anoche me dijeron que Él elije a quien mostrarse

así que humildemente le pido que me apunte con su dedo

mi amigo de cinco años

todos mis amigos son mayores menos tú
me invitan a tabaco por la calle
y lo saben todo

mi amigo de cinco años

te llevo sobre los hombros y me muestras
el humo de la fábrica
expandiéndose como un árbol en el cielo azul

en mis días de soledad
oigo tu voz

humo

y me elevo por el aire

pronto iré a conocerte

perro lindo

Leal, una veta de carbón
tejida en la tierra, hijo de la madre de sus hijos
y padre de sus hermanos

ajeno a quién sea quién en este mundo
desconoce tanto el amor como la culpa

Leal ha aullado estas últimas noches
bajo las oscuras siluetas de las montañas
su el corazón al galope

yo lo admiro

su calor, la sangre enloquecida por sus venas, la ansiedad que muestra
por entrar en el garaje cerrado, esa especie de amor que viene a ser
la urgencia, son ideas emocionantes sin duda
su vibrante presencia

me digo que he de ser más cariñosa
acariciarlo de vez en cuando
y sin embargo, no le permito acercarse
cuando viene a mi puerta desde el invierno
mojado y maloliente, jadeando, un perro de pueblo

le prometo que algún día de verano jugaremos juntos
bajo un surtidor, que arrojaré palos
para que salte hasta el cielo
y los atrape entre los dientes

pequeñas manchas de noche en el día

le gusta quebrar todo tipo de cosas
con dedos quemados de lejía
cáscaras, huesecillos, pequeñas ramas
que amontona despacio junto al altar
mientras limpia

se sienta en el atrio, en la quietud
de la tarde ciega y mira el cesto en el que bullen
entrelazados en su corto sueño del mundo
quizá borrachos de luz, sorprendidos
por la brutal interrupción

toma uno, acaricia con torpeza
el morrito tierno como una flor
y lo acerca a la oreja
mientras el sol, en medio de la niebla
le devuelve la mirada

por las laderas blancas caen gatitos
pequeñas manchas de noche en el día

es fácil

necesito una navaja para mi voz
recogerme el pelo en un moño
y perfilarme los labios

entonces todo empezará a brillar
levantaré mi dedo despacio
y el sol lo atravesará

es fácil: el velamen en llamas será arrojado
a la negra noche marina

en el jardín, satori:
en los tallos, palabras de alas replegadas
charla de gotas en el agua

un gran strip-tease

Sylvia Plath se calentaba las manos con la taza de té.

Hacía frío en aquel tiempo. A los niños
los llevaba la nanny de paseo
mientras ella se acercaba a la ventana
con la taza de té en las manos heladas.

Destellos de sol
en agua negra.

“Buscó siempre un hombre por el que sufrir.
Aborrecía los trucos femeninos y aún así,
en ocasiones, los usaba”, recuerdo haber leído,
y comprendido. "Habló de la muerte como de un gran
strip-tease"

Sé que se calentaba las manos con la taza de té, como yo.

Y que metió la cabeza en el horno a los 30 años.

Me avergüenzan los diarios íntimos. Detesto
que otros los lean. Tanto espacio
y cualquiera puede entrar, colgar el abrigo,
dejar el paraguas, las botas, encender un cigarro,
ser dueño y señor.
Cualquiera, no sólo yo.

Mi animalillo delicado

Aquella tarde estábamos tan colocados en la azotea jugando con el gatín. Le hacía rabiar y se dejaba arañar la mano y yo observaba y me di cuenta de que el gato estaba disfrutando y él me miró y se rió de mí y me llamó boba. Tenía toda la mano arañada y me puso un dedo en los labios que noté caliente como si estuviera lleno de sol. Cogió al gatito y me lo pasó por el cuello y dijo:
- Acarícialo, mira, prubitín.
- Te quiere.
Me puso el gatito sobre los labios para que sintiera su suavidad.
- Te quiere.
- Te quiere muchísimo.
- Mira cuánto te quiere.
- Pequeñín.
Acariciaba al gatín mientras el gatín en su mano me acariciaba a mí. Acariciaba al gatín que estaba en mi cuello, en mis brazos, en mi pecho, acariciándome con su pelo delicado, y sus manos me tocaban a mí. Yo notaba la sangre que vibraba dentro de sus manos. Decía:
- Mi cosina preciosa.
Y poco a poco fue acariciándome a mí a la vez que al gatito, y llegó a acariciarme a mí con sus manos, hasta que posó al gatito y decía:
- Mi animalillo delicado. Mi animalillo tan delicado...

Los ojos llorosos.

El primero que veo lleva un cerdo sobre la espalda. Sin piel y abierto en canal. Llueve sobre él.

Me pone mala el carnicero negro. Me paso el tiempo observando sus manos y deseando, sin poder evitarlo, ver un buen tajo, la carne roja.

Hay uno afeminado de manos flacas. No quiero que me atienda ése.

La señora que va delante de mí lleva una montaña de tripas blancas y blandas, llenas de celditas como un panal de abejas. Un panal de abejas muy blando y asqueroso.

El olor de este lugar me está mareando. Llevo en la mano un manojo de acelgas envuelto en papel de periódico. Sólo quiero salchichas blancas y salchichas rojas para hacer con arroz amarillo y pollo. Y de repente tengo que irme corriendo porque el carnicero colorado me parece que tiene los ojos llorosos y pienso que es porque se le ha muerto un hijo o porque se pasa las noches de los sábados con ganas de morirse o porque tiene un familiar enfermo o ni siquiera pienso sino que abrevio el pensamiento y cito "tiene horror". Tengo que irme corriendo para no ponerme a llorar delante de él. Y seguro que me lo he inventado y no tenía siquiera los ojos llorosos.

el padre Brown

Recuerdo una vez que papá nos contaba la historia del padre Brown y la gota de agua. Un hombre miraba por la ventana cuando afuera llovía. Intentaba con su mente detener una gota de agua, sostenerla, pegada al cristal, como esos escaladores que duermen en una pared vertical.. De repente el Padre Brown se abalanzó sobre él y lo derribó al suelo.
Papá decía, con voz de maravilla y misterio:
- Se estaba volviendo loco... ¿véis? El Padre Brown supo que en ese instante algo se iba a romper en su mente, alguna conexión con la cordura. Por eso lo derribó.
Yo pensaba para mí: “¿Estaré yo loca entonces?”
Yo intentaba hacer todo tipo de cosas con la mente.
Aún lo hago.
Hoy mismo he deseado que una rama cayera al paso de una mujer embarazada y lo he conseguido. Si pienso con intensidad en una persona a la que hace tiempo que no veo, aparece en breve, con alguna excusa que la vida se encarga de tramar. O ponen en televisión la película que deseo ver.
Mi mente es poderosa.

los cuerpos

los cuerpos

Me fascinan los cuerpos. Su peso y contextura, la capacidad que tienen de pudrirse. Me atrae la carne. Envuelta en ropajes cubiertos de nieve, entre la niebla, la carne, mientras se acerca a eso, al fin del movimiento. Cuando la nieve comienza a cubrirla, un mausoleo de sí misma, la carne, al viento, de repente tan sola, abandonada de todo, sólo carne ya. La carne es más carne, el cuerpo es más cuerpo cuando acaba de irse de él la ligereza y queda sólo el peso.

si yo fuera

amo las explanadas
si yo fuera un dictador oriental
mandaría construir una plaza
de un kilómetro de lado y plantaría
plátanos
alrededor

una plaza mate y limpia
me sentaría en el centro
en una sillita de mimbre, sola
bajo el cielo blanco
quizá haría fotos de las nubes

escucharía el viento
los crujidos de la tierra,
las partículas de cemento secas y ligeras
daría vueltas, bailando despacio con brazos abiertos

un gesto inútil

El aire era como el cristal de una copa llena de gaviotas. Caminaron por el malecón y se sentaron al final, sobre el cemento caliente, mirando al mar. La joven pelirroja tenía el pelo sucio, sujeto en una cola. Las raíces se veían negras. La mujer mayor sujetaba el bolso con las dos manos. Era rubia y canosa, delgada, llena de arrugas y con los labios muy rojos. Ambas callaban. La ciudad vieja, al fondo, se estremecía según el sol iba penetrando en la piedra.
La mujer joven, la pelirroja, estaba muy quieta, los ojos muy abiertos al frente, la mandíbula tensa. La mujer mayor estaba agitada. Parecía buscar algo, miraba de un lado a otro, iniciaba movimientos que se se volvían gesto inútil, un esbozo: alargaba un brazo, abría la boca, cambiaba de posición. Miraba atrás, como si temiera que alguien fuera a empujarla. Dijo:
- Me encantan estos cubos de cemento del rompeolas. No comprendo a qué gigante llaman para que los deje caer así, sin cuidado. Me encantan cuando se van llenando de algas, cuando el agua va erosionándolos. Me encanta cómo el agua erosiona la piedra, me encanta.
- A ti te encanta todo. Eres ridícula - dijo la otra.

Estuvieron calladas durante un rato. La mujer mayor, de repente, dijo:
- Nada.
La otra no habló.
- Nada. ¡Nada! ¡Nada! ¡No puedo hacer nada! - gritaba.
- Pues no hagas nada - dijo la joven.
- Tengo que hacer algo o me muero - decía la otra llena de vehemencia.
- No tienes que hacer nada, no puedes hacer nada, y yo no deseo que hagas nada. Es mi propia tumba.
- ¡No! ¡No! Mientes.
La joven se rió. Pero se reía como si azotara, como si aplastara con los pies una masa de insectos que intentaran subir por sus pies.
- No seas estúpida. La única que tiene que hacer algo aquí soy yo.
- ¡Pues hazlo! - y empezó a llorar la mujer mayor.
- Me voy a hacer gay y voy a dar al mundo lo que necesita: una buena dosis de purpurina y estilo. ¿Qué te parece? ¡Vaya, no puedo! ¡qué pena!
- No seas cruel.
- Voy a luchar por un mundo justo. Vaya, no, necesitaría que mi padre fuera rico para eso, algún pisito para heredar de mayor o algo así por lo menos, o un puesto de funcionaria ¿no te parece? - No dejaba de reírse. - ¡No! ¡Me voy a hacer puta y famosa!¡No! ¡Voy a ser periodista!
Se calló de repente.
- Tú ya tienes un trabajo, en la tienda.
- ¿Qué te parece si me dejas tranquila de vez por todas?¡Me das asco!
- Oh, Dios mío, hija mía, por Dios, no me hagas esto. Yo te quiero, yo te quiero, ¿no te basto yo?
- ¡Tú no sabes lo que es querer! ¡Tú no tienes ni idea de lo que es querer!

La mujer mayor se quedó en silencio y dejó de llorar. Se levantó lentamente y caminó hacia el otro lado, la parte interior del puerto, donde las aguas sucias, tranquilas, lamían las escaleras de piedra, cada peldaño más cerca del fondo, más oscuro, más lejano y silencioso.

- ¿Quieres que me tire?
- Por mí... ¡Sí! ¡Venga, tírate, valiente! ¡Arrójate por una vez en tu vida! ¡Salta! ¡Al centro de la tierra!
- Te quiero con toda mi alma, más que a mí misma.
- ¡Covarde! ¡Toda tu vida mintiéndote y mintiéndonos!

La mujer saltó como si saltara a un charquito. Se le levantó el pelo ralo de la cabeza cuando saltó. Cayó de pie, como un tronco, como Mary Poppins. La pelirroja sonrió como una niña pequeña, ilusionada, y se acercó corriendo al muro.
- ¡Mamá! ¡Mamá!
Cuando vió que la madre se mantenía a flote con la gabardina hinchada como un paracaídas volvió a empezar a reírse, llena de alegría pura y perfecta, de júbilo.
- ¡Mamá! ¡Mamá! ¡Estás loca! ¡Estás como una cabra, mamá!
Fue riendo a la escalera y allí bajó unos peldaños para ayudar a subir a su madre, empapada, orgullosa y emocionada. Se abrazaron riendo y se besaron. La joven acariciaba la cabeza mojada de la madre, y decía:
- Pareces una gallina mojada.
Y la madre, riendo, decía:
- ¿Cómo vamos a volver así por en medio de la ciudad?
Y la joven, abrazándola, le dijo al oído:
- Gracias. Gracias, mamá. Gracias. Gracias.

las tetas de Luz

Él dijo:
– Luz era una gilipollas, pero qué quieres, me volvía loco, no podía evitarlo. Tenía unas tetas de póster.
Y ella no dijo nada. Pasaban los coches sobre la carretera mojada, en la noche, como estertores. Ella se volvió astuta en un instante, el estómago vacío de ansia. Sonrió con naturalidad y dijo:
– ¿No podías evitarlo?
– No. Era una bomba, y gustaba a todos.
– Sigue, sigue – añadió ella, sonriéndole como quien quiere sonsacar a un niño. – Me interesa. ¿Por qué era una bomba? Debe de ser extraño eso de no poder abandonar a una gilipollas.
La sonrisa de ella era como la de la chica que se sienta en la primera fila en una conferencia y sonríe al ponente para darle ánimos, para decirle “no estás solo, amigo, yo te apoyo”. Ya había tomado la determinación de vengarse, de abandonarlo, de romper el vaso contra el suelo y sentarse en el regazo del tío de la esquina. Pero él se dio cuenta y dijo:
– Ey, Nuria, ¿no estarás celosa? Por favor, tú no tienes nada que ver con eso.
– No. Yo no soy así, ¿verdad? A mí no se me tiraron todos los chicos del barrio, ¿eh?
– Nuria, tú tienes clase, tú eres más que eso, mucho más y nada menos. A ti te quiero.
– Sigue arreglándolo, sigue así, te estás ganando un beso con lengua.
– No estropées la noche, por favor. Es absurdo. Lo de Luz fue hace diez años. ¡Tenía 18 años! Oh, mierda.
– Perfecto para ser un recuerdo imborrable.
Y se quedaron callados. Bebieron. El cerebro de ella funcionaba como una malvada máquina de pistones. Dejaba escapar líquido de algunas partes y cargaba combustible o engranaba o metía marchas o quién sabe qué procedimiento despreciable. Se podían oír los ruidos del cerebro de ella, funcionando, se podía oler el cerebro de ella. Rezumaba y expulsaba gases tóxicos. Se preparaba, enriquecía el caldo e imaginaba. Imaginaba a su hombre con una zorra de rasgos vacunos y boca blanda. Imaginaba la mirada de ella, vacía, alcanzando todo el brillo de que era capaz cuando él se la follaba. Imaginaba los ojos de él, adorables, pensando en ella.
– ¿Soñabas con ella? ¿Te masturbabas con ella?
– Déjame, Nuria, basta ya.
– Seguro que sí, una y otra vez, como un mono. ¿Recuerdas cómo eran sus tetas?
– No. No recuerdo nada de ella. ¡Nada!
– Estoy segura de que sí lo recuerdas. Hay recuerdos que no se borran nunca. Yo recuerdo perfectamente a mis primeros amantes. Por ejemplo me viene ahora a la mente, cómo Luis, el exhibicionista, (uno de los exhibicionistas de mi vida, porque hubo muchos, ya te iré contando), solía sentarme en sus rodillas en el parque y meterme los dedos por donde podía y chuparlos mirando a los adolescentes que se emborrachaban en grupos. Hacía ¡Mmmm! Yo me derretía, ¿sabes? Me derretía durante horas. Siempre lo recordaré. Me chupaba como si fuera un helado, sonriendo, exagerando, mientras yo gemía bajito, agarrada a su cuello, y de vez en cuando me pellizcaba los pezones.

Se quedó callada, con cara de ensoñación mientras pensaba. “Te duele, hijodeputa, ¿te duele? ¿te duele, cerdo? Guarda ese bello recuerdo, te lo regalo, para que te acompañe. Tengo muchos, muchos, cabrón.¡Cuida tu lengua masculina fanfarrona estúpida o yo no cuidaré la mía.!” Sonreía y sentía un placer intenso, un dolor sordo, una suciedad dulce como la carne podrida.
– ¡Le estoy contando mis recuerdos eróticos a mi novio! – gritó, mirando a los lados del bar. La camarera la miró con seriedad y cierta alarma.
Estaban muy borrachos. Él tuvo la fuerza necesaria para irse al hotel. Para no responder. Para aguantar. Para besarla al día siguiente jurándole que la perdonaba. Jurándole que no recordaba, en absoluto, nada, ni su forma ni su color ni su tamaño, de las tetas de Luz, las que eran de póster.

sonido del otoño

Fueron a comer a casa de los padres de Toño. Llovía sin descanso sobre los bosques. Bebió vino pero apenas si tocó la comida. Fue al servicio para estar sola y retorcerse las manos y pensó que tenía una rata pequeña y sucia en el estómago. Se miró al espejo y dijo “Corroída. Estoy corroída”. La madre de Toño hablaba sin descanso y el padre hacía un gesto autoritario de vez en cuando, pidiendo la ensalada, o el pan. Alguien encendió la tele y aparecieron unas niñas moviendo el culo.
– Pequeñas putas – le dijo él al oído, tanteando su humor.
Ella no sonrió. Era una referencia al Ignatius monstruoso de La Conjura de los Necios, una vieja broma.
– Tirad la bomba – dijo, en cambio, sin sonrisa.
– ¿Cómo? – dijo la madre de Toño, que había oído algo de una bomba.
– ¡Que tiréis la bomba! – respondió ella más alto de lo necesario.
– Gilipollas – susurró Toño.

Al cabo de un rato él dijo que se iba a echar una siesta en su vieja cama en el desván y le preguntó a ella si no estaba cansada. Ella lo acompañó deseando que la excitación se calmara pero comprendió en seguida que no era ese tipo de ansia o que, al menos, no la iba a poder saciar tan fácilmente. Se dejó hacer en silencio, al principio con expectación y luego exagerando la parte de entrega, el gesto de profesional, de suave desprecio. Sabía que él estaba demasiado excitado para renunciar cuando se dio cuenta su actitud, e hizo evidente esa seguridad, el insulto de esa seguridad. Cuando Toño terminó se levantó, se vistió, le tiró a ella su ropa encima, y salió de la habitación pegando un portazo. Ella sonreía. En los estantes estaban los trofeos de natación de Toño, sus libros de texto, la orla que su madre había exigido. Se sentía un poco mejor.

Y no volvieron a hablar. Él se mantenía en silencio. Ella leía la cólera en los ojos inexpresivos y fijos en la carretera. Estaba contenta de haber traspasado parte de su carga. Sabía que pronto el miedo y la culpa se frotarían las manos como moscas entre sus cejas pero aún deseaba que él le permitiera estallar.
Puso música y él la quitó.
– Déjame en el centro – dijo. – Voy a tomar algo.
– Vale. Y mira a ver si encuentras algún lugar donde dormir – dijo Toño.

De repente una lechuza enorme y blanca abrió sus alas frente al parabrisas, en medio de la lluvia y de la noche, como un fantasma. Toño dio un volantazo y el coche se fue a la cuneta, contra el talud de arcilla mojada.
Estuvieron un par de minutos en silencio, con el motor apagado, mientras la lluvia caía sobre el techo. Estaban en un lugar conocido. Cientos de veces habían pasado en coche. Era una curva llena de humedad, de vegetación lujuriosa, zarzas que caían como olas, helechos prehistóricos. Una corriente de agua fluía de la pared contra la que habían chocado, y cuando llovía se convertía en una pequeña cascada. Del otro lado de la carretera los troncos blancos de las hayas parecían retorcerse de angustia. Ella estaba sangrando por la ceja. Estaba dejando de llover y salió del coche. Se quedó quieta en medio de las sombras, escuchando el invierno, con la piel fina y helada. Toño se acercó a ella y la tomó por los hombros y le mostró con un dedo, ante sus ojos sorprendidos y húmedos, un corzo que los observaba inmóvil y que en seguida se alejó saltando. Ella pensó que nunca había visto algo tan delicado. “Qué belleza, dios”, pensó. Empezó a llorar, se dio la vuelta y abrazó a Toño y le pidió perdón en voz baja.
– No seas boba, venga – decía él abrazándola y besándola en el cuello, y revolviéndole el pelo.
Pero ella lloraba.
– Perdóname, perdóname. Soy horrible.
– No eres horrible, no lo eres, sólo eres un poco tonta – y la besó en la boca y le limpió las lágrimas con los pulgares.

como animales

Necesito sus cuerpos. Sus caricias.
Sus cuerpos tienen algo especial, una cualidad que ningún otro objeto tiene en este mundo, algo así como una concentración de gracia. La gracia no es concentrada, en general, no voy a discutirlo. No me he expresado bien, cada día me parezco más a Santa Teresa y lo que los críticos ésos llamaban “la ingenuidad de una mujer” (ojalá). La gracia es extensa, toda promesa, y móvil como una fuente, lo concedo. Así son sus cuerpos.
Muslos pneumáticos, nalgas estrepitosas, barrigas desternillantes, brazos y antebrazos dignos de Leonardo o de Miguel Ángel.
Yo llego y me tiro en la cama y dejo que me asalten. Me saltan encima, me pellizcan, me llenan de babas, se pelean encima de mí, se arrojan desde mis rodillas a mi barriga y se me sientan encima a horcajadas. Ésa es mi postura favorita porque los puedo achuchar a gusto y besar en los mofletes. Pero también me gusta echarme y dejar que intenten meterme los dedos en los ojos o cogerme la lengua, o investigarme con dedos gordezuelos las encías. La lengua es una estrella, se mueren de risa con esa resbaladiza y juguetona extraña que se esconden siempre en el último segundo. También me acarician y me dan besos. A veces nos revolcamos los 5 en la cama como si fuéramos animales, la verdad.

relax

un gong de hierro en el estómago
un instrumento musical ácido y dulce

entre mis cejas hospitales iluminados en la noche
a los que nadie va y de los que nadie viene
y cuevas de luz grisácea con mares llenos de algas
dinosaurios que han luchado lentamente
durante millones de años

alguien habla de campos de trigo en el ocaso y yo sonrío
pero está bien al fin:
me tumbo en el suelo a descansar mientras en mi carne
crecen flores prehistóricas que llegan hasta el cielo

un levinski

unos poemas en los noveles

La verdad

Ella le dijo, mientras su cabeza, la melena roja, reposaba en el hombro de él:
– He escrito un poema. ¿Te gustaría oírlo?
– Bueno – respondió el mientras expulsaba el humo por la naríz. El humo atravesaba los haces de sol, los de sombra, y arriba se relajaba, a dormir. Era bellísimo.
– corro afilada por el bosque, en tu pecho
algo arde
el aire
es hoy limpio, doloroso
espío el lecho
balbuceo

¿Te gusta?
– Está bien.
– Es un poco erótico, ¿verdad? Me gustaría que así fuera, al menos. Para mí lo es.
– Bueno, un poquito.

Él siguió fumando. Ella se estiraba y bostezaba, acomodándose en su hombro. Levantó una pierna y la observó. Puso el pie recto como una bailarina y siguió los haces de sol y sombra como si fuera un pentagrama.
– Siempre he adorado el sol que entra por la persiana. Alguna vez escribiré una historia que ocurra a la sombra de una persiana. Alguien que salta de una a otra partícula de polvo, dorada, galáctica.
– Mi pecho no es tan peludo.
Ella se lo quedó mirando, sonriendo.
– No es tu pecho. Es un poema. Es un pecho abstracto.
– Ya.
Él estaba serio. Fumaba en silencio. Ella siguió, al cabo de un rato:
– No puedes interpretar así los poemas, las ficciones, las historias. Es inventado. No tiene nada que ver con la realidad, no es verdad.
– Nada es inventado. Nada sale de la nada.
– Por Dios santo. No me digas que por esa minucia te vas a poner serio.
– No estoy serio.
– Claro que sí. – Y, tras un silencio, ella continuó. – No tienes ni idea. A ti no te gusta la poesía, por eso quieres interpretarlo así. Mira, para que escarmientes te diré qué pecho es ése. Es el pecho de mi padre. Cuando yo era pequeña jugaba con los pelos de su pecho y vivía verdaderas aventuras en él, absolutamente mágica y libre. Como verás no es un recuerdo erótico. Lo pensé un día, y me gustó la imagen. Me la guardé en algún lugar y la utilicé, en otro poema, con otro fin, con otro sentido. Simplemente es otra imagen, y es un pecho que no ha existido. El pecho de pelos rojos, como mi pelo rojo, que arde. ¿Entiendes?
– Me has dado la razón. Nada es inventado.
– Pero puede ser soñado, leído, oído. Puede estar basado en la experiencia, ser real, y aún así ser absolutamente falso, estar transformado, tergiversado de mil maneras. Es todo mentira, por principio.
– Nada es mentira.
– ¡No es real!
– Todo es real lo que sale de ti, todo ocurre en tu cabeza. Todo es verdad. Es más verdad que la realidad.
– No es cierto. La verdad no importa, la verdad no es un valor.
– La verdad es un valor cuando no hay otro.
– ¿Qué significa eso? Dios mío, cuánto me alegro de que no me leas. Te volverías loco.
– Lo sé. Por eso no lo hago.
Siguió fumando, mirándola. Sus ojos estaban en medio de una de las franjas de luz dorada.
– ¿Qué es la verdad, maldita sea? - dijo ella, al fin.
– Tú sabrás.
– La verdad es que estoy aquí, que soy de carne, y que te quiero.

algo arde

corro afilada por el bosque, en tu pecho
algo arde

el aire
es hoy limpio doloroso

espío el lecho
balbuceo un poema

un sueño de amor

He tenido un sueño lésbico. Ella era tan inteligente y bella que me llenaba de orgullo que me amara en silencio y, en agradecimiento, yo la amaba. “Pero no puede ser”, le decía yo, dejándome mecer, “no es propio de mí”. Había casas magníficas en ruinas, y calles de tierra, tan inclinadas que parecían precipicios. “Tú no eres nada más que un pobre corazón palpitante, un pedazo de carne sangriento”, me susurraba. “Eres una ternera asustada, eres un pequeño animal marino terso y brillante que me llama, eres un polluelo con el cuello estirado, eres unas manos temblorosas que exploran los barrotes de la cuna, eres una boca abierta en busca de un seno, eres un anciano que se estremece al sol, eres un brote a punto de estallar. Eres un latido y eso es lo que amo de ti.”
“Necesito hablar y no puedo”, le decía yo.
“Eso le ocurre a todo el mundo, querida”, me decía ella con inmensa dulzura mientras acariciaba mis cejas. “No te preocupes, es sólo la lluvia que te inunda. No te preocupes.”
“Pero es que siento que tengo muchas cosas que decir, y mucha necesidad de hablar”, insistía yo, enroscando mi cuerpo al suyo, estremeciéndome.
“No te preocupes, amor. Cuando deje de llover hablarás. Entre tanto, descansa”, me decía ella, acercando sus labios a mis labios. Yo alejaba mi rostro para no nadar en su ojo, para salir de las estrellas, para poder verla, alejaba mis hombros y mis pechos, mis párpados pesados como un mar, y me volvía a acercar y la besaba, húmeda y ansiosa.
“Me estoy metamorfoseando”, decía yo. “No soy humana”.
Cerré los ojos en mi sueño y durante unos instantes creí que me iba a quedar allí para siempre, en sus brazos. Ella me acariciaba con ternura y habilidad mientras yo experimentaba cambio tras cambio como si fuera el planeta en su historia. Pensé que podría ser la muerte.
“Pero eres dorada”, dije.
“No soy la muerte. Sólo soy yo, y te amo.”
“Necesito estar más cerca de ti."
Entonces las lágrimas empezaron a manar de ella y yo sentí un dolor inmenso. Intenté consolarla, pero dijo que era inútil, que jamás nos uniríamos. Se alejó, digna, intensa, dulce, y yo sentí cómo me caía por un agujero caliente de amor y pena y me quedaba allí llorando por ella, que ya se había ido.