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en las blancas praderas

las tetas de Luz

Él dijo:
– Luz era una gilipollas, pero qué quieres, me volvía loco, no podía evitarlo. Tenía unas tetas de póster.
Y ella no dijo nada. Pasaban los coches sobre la carretera mojada, en la noche, como estertores. Ella se volvió astuta en un instante, el estómago vacío de ansia. Sonrió con naturalidad y dijo:
– ¿No podías evitarlo?
– No. Era una bomba, y gustaba a todos.
– Sigue, sigue – añadió ella, sonriéndole como quien quiere sonsacar a un niño. – Me interesa. ¿Por qué era una bomba? Debe de ser extraño eso de no poder abandonar a una gilipollas.
La sonrisa de ella era como la de la chica que se sienta en la primera fila en una conferencia y sonríe al ponente para darle ánimos, para decirle “no estás solo, amigo, yo te apoyo”. Ya había tomado la determinación de vengarse, de abandonarlo, de romper el vaso contra el suelo y sentarse en el regazo del tío de la esquina. Pero él se dio cuenta y dijo:
– Ey, Nuria, ¿no estarás celosa? Por favor, tú no tienes nada que ver con eso.
– No. Yo no soy así, ¿verdad? A mí no se me tiraron todos los chicos del barrio, ¿eh?
– Nuria, tú tienes clase, tú eres más que eso, mucho más y nada menos. A ti te quiero.
– Sigue arreglándolo, sigue así, te estás ganando un beso con lengua.
– No estropées la noche, por favor. Es absurdo. Lo de Luz fue hace diez años. ¡Tenía 18 años! Oh, mierda.
– Perfecto para ser un recuerdo imborrable.
Y se quedaron callados. Bebieron. El cerebro de ella funcionaba como una malvada máquina de pistones. Dejaba escapar líquido de algunas partes y cargaba combustible o engranaba o metía marchas o quién sabe qué procedimiento despreciable. Se podían oír los ruidos del cerebro de ella, funcionando, se podía oler el cerebro de ella. Rezumaba y expulsaba gases tóxicos. Se preparaba, enriquecía el caldo e imaginaba. Imaginaba a su hombre con una zorra de rasgos vacunos y boca blanda. Imaginaba la mirada de ella, vacía, alcanzando todo el brillo de que era capaz cuando él se la follaba. Imaginaba los ojos de él, adorables, pensando en ella.
– ¿Soñabas con ella? ¿Te masturbabas con ella?
– Déjame, Nuria, basta ya.
– Seguro que sí, una y otra vez, como un mono. ¿Recuerdas cómo eran sus tetas?
– No. No recuerdo nada de ella. ¡Nada!
– Estoy segura de que sí lo recuerdas. Hay recuerdos que no se borran nunca. Yo recuerdo perfectamente a mis primeros amantes. Por ejemplo me viene ahora a la mente, cómo Luis, el exhibicionista, (uno de los exhibicionistas de mi vida, porque hubo muchos, ya te iré contando), solía sentarme en sus rodillas en el parque y meterme los dedos por donde podía y chuparlos mirando a los adolescentes que se emborrachaban en grupos. Hacía ¡Mmmm! Yo me derretía, ¿sabes? Me derretía durante horas. Siempre lo recordaré. Me chupaba como si fuera un helado, sonriendo, exagerando, mientras yo gemía bajito, agarrada a su cuello, y de vez en cuando me pellizcaba los pezones.

Se quedó callada, con cara de ensoñación mientras pensaba. “Te duele, hijodeputa, ¿te duele? ¿te duele, cerdo? Guarda ese bello recuerdo, te lo regalo, para que te acompañe. Tengo muchos, muchos, cabrón.¡Cuida tu lengua masculina fanfarrona estúpida o yo no cuidaré la mía.!” Sonreía y sentía un placer intenso, un dolor sordo, una suciedad dulce como la carne podrida.
– ¡Le estoy contando mis recuerdos eróticos a mi novio! – gritó, mirando a los lados del bar. La camarera la miró con seriedad y cierta alarma.
Estaban muy borrachos. Él tuvo la fuerza necesaria para irse al hotel. Para no responder. Para aguantar. Para besarla al día siguiente jurándole que la perdonaba. Jurándole que no recordaba, en absoluto, nada, ni su forma ni su color ni su tamaño, de las tetas de Luz, las que eran de póster.

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