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en las blancas praderas

como animales

Necesito sus cuerpos. Sus caricias.
Sus cuerpos tienen algo especial, una cualidad que ningún otro objeto tiene en este mundo, algo así como una concentración de gracia. La gracia no es concentrada, en general, no voy a discutirlo. No me he expresado bien, cada día me parezco más a Santa Teresa y lo que los críticos ésos llamaban “la ingenuidad de una mujer” (ojalá). La gracia es extensa, toda promesa, y móvil como una fuente, lo concedo. Así son sus cuerpos.
Muslos pneumáticos, nalgas estrepitosas, barrigas desternillantes, brazos y antebrazos dignos de Leonardo o de Miguel Ángel.
Yo llego y me tiro en la cama y dejo que me asalten. Me saltan encima, me pellizcan, me llenan de babas, se pelean encima de mí, se arrojan desde mis rodillas a mi barriga y se me sientan encima a horcajadas. Ésa es mi postura favorita porque los puedo achuchar a gusto y besar en los mofletes. Pero también me gusta echarme y dejar que intenten meterme los dedos en los ojos o cogerme la lengua, o investigarme con dedos gordezuelos las encías. La lengua es una estrella, se mueren de risa con esa resbaladiza y juguetona extraña que se esconden siempre en el último segundo. También me acarician y me dan besos. A veces nos revolcamos los 5 en la cama como si fuéramos animales, la verdad.

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XCIX. Juegos infantiles.

En Veies, cuando Matrinia y yo teníamos diez años, con el sol en lo más alto del cielo, encontramos a Manio y a Décimo en el establo. Dormían sobre un montón de paja seca, en las sombras de la cochera que estaba al fondo. Nos acercamos a ellos hipando de la risa. La oscuridad, el fuerte olor de los animales, la paja, los excrementos y la orina hacían latir el corazón. Se veían las inmensas ruedas de los carros de heno, los rayos de luz y sombra que jugaban entre las planchas de madera; mirábamos las hojas de los arados, brillantes, rezumando frescor, apoyadas contra la pared; y sin la menor gotita de saliva en la boca, cuando estuvimos junto a las gruesas pantorrillas de Manio, nos arrojamos sobre ellos. En los reflejos de mediodía en los arados, en las pieles relucientes de sudor, en las miradas huidizas, en el oro del grano, el polvo dorado que flotaba en la luz, los cloqueos de las gallinas, los grititos y las risas nerviosas, entrevimos el funcionamiento de los cuerpos de Manio y Décimo, y sus derrames. Era antes de que les cortasen el pelo. La pequeña túnica de Manio se desgarró. Por la tarde nos castigaron. Recuerdo que, al levantarme, mi mano rozó el muslo de Décimo. Sentí un líquido fresco y de consistencia pegajosa. Me sonrojé. Miré a Décimo. Estaba muy colorado y me sonreía."

Las Tablillas de Boj de Apropenia Avitia.