Sylvia Plath se calentaba las manos con la taza de té.
Hacía frío en aquel tiempo. A los niños los llevaba la nanny de paseo mientras ella se acercaba a la ventana con la taza de té en las manos heladas.
Destellos de sol en agua negra.
Buscó siempre un hombre por el que sufrir. Aborrecía los trucos femeninos y aún así, en ocasiones, los usaba, recuerdo haber leído, y comprendido. "Habló de la muerte como de un gran strip-tease"
Sé que se calentaba las manos con la taza de té, como yo.
Y que metió la cabeza en el horno a los 30 años.
Me avergüenzan los diarios íntimos. Detesto que otros los lean. Tanto espacio y cualquiera puede entrar, colgar el abrigo, dejar el paraguas, las botas, encender un cigarro, ser dueño y señor. Cualquiera, no sólo yo.
Aquella tarde estábamos tan colocados en la azotea jugando con el gatín. Le hacía rabiar y se dejaba arañar la mano y yo observaba y me di cuenta de que el gato estaba disfrutando y él me miró y se rió de mí y me llamó boba. Tenía toda la mano arañada y me puso un dedo en los labios que noté caliente como si estuviera lleno de sol. Cogió al gatito y me lo pasó por el cuello y dijo: - Acarícialo, mira, prubitín. - Te quiere. Me puso el gatito sobre los labios para que sintiera su suavidad. - Te quiere. - Te quiere muchísimo. - Mira cuánto te quiere. - Pequeñín. Acariciaba al gatín mientras el gatín en su mano me acariciaba a mí. Acariciaba al gatín que estaba en mi cuello, en mis brazos, en mi pecho, acariciándome con su pelo delicado, y sus manos me tocaban a mí. Yo notaba la sangre que vibraba dentro de sus manos. Decía: - Mi cosina preciosa. Y poco a poco fue acariciándome a mí a la vez que al gatito, y llegó a acariciarme a mí con sus manos, hasta que posó al gatito y decía: - Mi animalillo delicado. Mi animalillo tan delicado...
El primero que veo lleva un cerdo sobre la espalda. Sin piel y abierto en canal. Llueve sobre él.
Me pone mala el carnicero negro. Me paso el tiempo observando sus manos y deseando, sin poder evitarlo, ver un buen tajo, la carne roja.
Hay uno afeminado de manos flacas. No quiero que me atienda ése.
La señora que va delante de mí lleva una montaña de tripas blancas y blandas, llenas de celditas como un panal de abejas. Un panal de abejas muy blando y asqueroso.
El olor de este lugar me está mareando. Llevo en la mano un manojo de acelgas envuelto en papel de periódico. Sólo quiero salchichas blancas y salchichas rojas para hacer con arroz amarillo y pollo. Y de repente tengo que irme corriendo porque el carnicero colorado me parece que tiene los ojos llorosos y pienso que es porque se le ha muerto un hijo o porque se pasa las noches de los sábados con ganas de morirse o porque tiene un familiar enfermo o ni siquiera pienso sino que abrevio el pensamiento y cito "tiene horror". Tengo que irme corriendo para no ponerme a llorar delante de él. Y seguro que me lo he inventado y no tenía siquiera los ojos llorosos.
He tenido un sueño lésbico. Ella era tan inteligente y bella que me llenaba de orgullo que me amara en silencio y, en agradecimiento, yo la amaba. “Pero no puede ser”, le decía yo, dejándome mecer, “no es propio de mí”. Había casas magníficas en ruinas, y calles de tierra, tan inclinadas que parecían precipicios. “Tú no eres nada más que un pobre corazón palpitante, un pedazo de carne sangriento”, me susurraba. “Eres una ternera asustada, eres un pequeño animal marino terso y brillante que me llama, eres un polluelo con el cuello estirado, eres unas manos temblorosas que exploran los barrotes de la cuna, eres una boca abierta en busca de un seno, eres un anciano que se estremece al sol, eres un brote a punto de estallar. Eres un latido y eso es lo que amo de ti.” “Necesito hablar y no puedo”, le decía yo. “Eso le ocurre a todo el mundo, querida”, me decía ella con inmensa dulzura mientras acariciaba mis cejas. “No te preocupes, es sólo la lluvia que te inunda. No te preocupes.” “Pero es que siento que tengo muchas cosas que decir, y mucha necesidad de hablar”, insistía yo, enroscando mi cuerpo al suyo, estremeciéndome. “No te preocupes, amor. Cuando deje de llover hablarás. Entre tanto, descansa”, me decía ella, acercando sus labios a mis labios. Yo alejaba mi rostro para no nadar en su ojo, para salir de las estrellas, para poder verla, alejaba mis hombros y mis pechos, mis párpados pesados como un mar, y me volvía a acercar y la besaba, húmeda y ansiosa. “Me estoy metamorfoseando”, decía yo. “No soy humana”. Cerré los ojos en mi sueño y durante unos instantes creí que me iba a quedar allí para siempre, en sus brazos. Ella me acariciaba con ternura y habilidad mientras yo experimentaba cambio tras cambio como si fuera el planeta en su historia. Pensé que podría ser la muerte. “Pero eres dorada”, dije. “No soy la muerte. Sólo soy yo, y te amo.” “Necesito estar más cerca de ti." Entonces las lágrimas empezaron a manar de ella y yo sentí un dolor inmenso. Intenté consolarla, pero dijo que era inútil, que jamás nos uniríamos. Se alejó, digna, intensa, dulce, y yo sentí cómo me caía por un agujero caliente de amor y pena y me quedaba allí llorando por ella, que ya se había ido.
I. siendo niña conocía ya esos salones en que se espera a la muerte
la mañana gris y quieta apenas algún grito de gaviota despidiéndose y alguien que abre una ventana cerca y tose
todo eso en la estancia más leve de su cuerpo la de plumas y aire que se ha iluminado y aún no hay nadie
II. es imposible no pensar en una noria iluminada y vacía en la noche
en la antesala de iluminación opaca y de tamaño inaprensible en susurros hablamos de la muerte
las caídas son hacia adentro y por un filo cruel
III.
creo que todos nos aferramos con manos ateridas al trapecio en las antesalas de iluminación opaca
no puedes mirar con calma en esos ojos si no eres inmune a absolutamente todo
IV.
lo insoportable termina, es evidente, no siendo tal ahí hay un hombre que ni llorar puede de terror uno que cae y eleva los brazos demasiado tarde y sigue y sigue cayendo
la vida como si nada en otras casas y aun en la nuestra hay risas minucias y hay que comer y lavarse
He decidido concederme libertad total para modificar mis palabras a mi antojo. Siempre me ocurre lo mismo. Una, dos o tres relecturas y empiezan a chirriarme palabras o frases, hasta que llega un punto de disgusto en que enrojezco y opto por no volver a leer algo sólo por no soportar esa palabra o esa frase. A veces me ocurre con textos enteros. En un principio estaba bien, en colaboraciones en otras páginas, pues suponía que podía dar algo por terminado, estuviera bien o mal, y como nunca me interesó la perfección sino el desembuchar rápidamente, lo acepté gustosa. Aunque siempre me han molestado cosas que me habría gustado cambiar o eliminar. Sin embargo empiezo a ser más exigente. Me disgusta releerme. Vale. Yo hago este blog. Soy la dueña del blog y, aunque no sé muy bien porqué lo sigo actualizando, lo voy a utilizar a mi antojo. Todo lo que esté en este blog no será definitivo. Alguna ventaja tiene que tener que te lea sólo algún despistado. Amable despistado, por supuesto...