Querida mamá:
El día ha estado lleno de flechas muy finas. Pero alegre, no obstante. Había por las calles surtidores y el viento traía gotas hasta mis mejillas. Hice lo que me dijiste: entré en una tienda y me compré unos pantalones y una camiseta verde. Me sentí un poco mejor, porque estaba muy guapa y además ya no hace tanto frío. Estaba muy alegre, mamá. Estaba feliz, te lo juro.
Pero mamá, pasó algo muy malo. Yo estaba en la biblioteca, y no tenía papel para escribir. Así que fui con un libro hasta la fotocopiadora. Hice una fotocopia para disimular y me llevé un montón de folios que me parecieron abandonados porque estaban tan oscuros que casi no podía leerse la letra. Me sentí orgullosa de mi atrevimiento. Me puse a escribir del otro lado muy contenta, porque, además, eran fotocopias de periódicos antiguos, y eso me hizo ilusión. Hablaban de unos pabellones para niñas que se habían inaugurado gracias a un prohombre que había perdido a su hija y deseaba hacer el bien. Había una foto de una niña regordeta con un lacito torcido en la cabeza, la niña que había muerto hacía tantos años. Además yo estaba sentada frente a un chico muy guapo y me sentía bien con mi camiseta verde, y él me sonreía. Yo escribía con letra muy pequeña y hacía dibujos con las líneas.
Pero mamá, al poco rato un hombre fue a la fotocopiadora y se puso a buscar cada vez más nervioso. Yo no sabía que hacer. Lo veía, desde donde estaba sentada, dar vueltas y echarse las manos a la cabeza, como diciendo que era lo más extraño que le había ocurrido en su vida. Me di cuenta de que buscaba las fotocopias que yo había cogido, pero no me atreví a decirle que las tenía yo. Pensaba que cada instante que pasaba sería más vergonzoso decir que yo las había cogido por error, y cada instante, de verdad, fue peor, como una caída.
Mamá. Mamá, fue terrible. Empecé a sudar y las gafas se me empañaron mientras el hombre, en voz cada vez más alta, le explicaba al bibliotecario que alguien había robado sus fotocopias. Empecé a llorar sin hacer ruido, pero no podía levantar la mirada, y sentía encima la del chico que tenía frente a mí, sobre mi piel que de tan roja debía de ser morada. Oh, mamá. Ardí como un tizón en el infierno y el mundo se paró. Y lo peor es que cuando el bibliotecario y el hombre se alejaron me deslicé bajo la mesa y allí me quedé, intentando no gritar, con la cabeza dentro de la camiseta, respirando mi propia respiración caliente, sudando, hasta que sentí que no quedaba nadie más que el bibliotecario y salí encorvada y corriendo. Que un día tan bonito haya terminado así. Si vuelvo a ver a ese chico algún día me desmayaré de vergüenza.
No sé cómo librarme de este sentimiento, mamá. Me está mordiendo. Había avanzado tanto. Me resquema. He empezado otra vez a arrancarme pelo. Hace horas que siento estas oleadas y no ceden, no ceden nada.
Pero mamá, pasó algo muy malo. Yo estaba en la biblioteca, y no tenía papel para escribir. Así que fui con un libro hasta la fotocopiadora. Hice una fotocopia para disimular y me llevé un montón de folios que me parecieron abandonados porque estaban tan oscuros que casi no podía leerse la letra. Me sentí orgullosa de mi atrevimiento. Me puse a escribir del otro lado muy contenta, porque, además, eran fotocopias de periódicos antiguos, y eso me hizo ilusión. Hablaban de unos pabellones para niñas que se habían inaugurado gracias a un prohombre que había perdido a su hija y deseaba hacer el bien. Había una foto de una niña regordeta con un lacito torcido en la cabeza, la niña que había muerto hacía tantos años. Además yo estaba sentada frente a un chico muy guapo y me sentía bien con mi camiseta verde, y él me sonreía. Yo escribía con letra muy pequeña y hacía dibujos con las líneas.
Pero mamá, al poco rato un hombre fue a la fotocopiadora y se puso a buscar cada vez más nervioso. Yo no sabía que hacer. Lo veía, desde donde estaba sentada, dar vueltas y echarse las manos a la cabeza, como diciendo que era lo más extraño que le había ocurrido en su vida. Me di cuenta de que buscaba las fotocopias que yo había cogido, pero no me atreví a decirle que las tenía yo. Pensaba que cada instante que pasaba sería más vergonzoso decir que yo las había cogido por error, y cada instante, de verdad, fue peor, como una caída.
Mamá. Mamá, fue terrible. Empecé a sudar y las gafas se me empañaron mientras el hombre, en voz cada vez más alta, le explicaba al bibliotecario que alguien había robado sus fotocopias. Empecé a llorar sin hacer ruido, pero no podía levantar la mirada, y sentía encima la del chico que tenía frente a mí, sobre mi piel que de tan roja debía de ser morada. Oh, mamá. Ardí como un tizón en el infierno y el mundo se paró. Y lo peor es que cuando el bibliotecario y el hombre se alejaron me deslicé bajo la mesa y allí me quedé, intentando no gritar, con la cabeza dentro de la camiseta, respirando mi propia respiración caliente, sudando, hasta que sentí que no quedaba nadie más que el bibliotecario y salí encorvada y corriendo. Que un día tan bonito haya terminado así. Si vuelvo a ver a ese chico algún día me desmayaré de vergüenza.
No sé cómo librarme de este sentimiento, mamá. Me está mordiendo. Había avanzado tanto. Me resquema. He empezado otra vez a arrancarme pelo. Hace horas que siento estas oleadas y no ceden, no ceden nada.
4 comentarios
Jaume -
setesoles -
Simplemente fantástico, cada dia me gustan más tus relatos.
00e00 -
J.Álvarez -