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en las blancas praderas

koshshshser

El judío ortodoxo israelí no me quiso dar la mano porque no podía tocar a una mujer, y esperaba que comprendiera que no era nada personal. Era muy simpático, y muy bajo. Me llegaba por el pecho su gorra negra con raya blanca. Tenía las manos como las de una ardilla cuando da vueltas a su nuez. Me dijo que Cristo era un revolucionario, un hombre muy inteligente, y que los romanos se habían deshecho de él poniendo a los judíos como culpables. Que una ley judía es enterrar a los muertos aún frescos. Que enterraban en bóvedas. Cristo aún no estaba muerto y dijo adiós troncos que aquí me matan otra vez. Hablaba muy bien porque era argentino.
Dijo muchísimas cosas. No se calló en todo el trayecto. El casino más grande de Israel estaba en Palestina y era de Arafat y facturaba al día la hostia de millones. Que pagaba a los terroristas con ese dinero.
De todos modos, parece una conclusión lógica y una reacción normal que los palestinos luchen para recuperar su tierra, ¿no?
- Claro – me dijo.
Así: claro.

Lo mío es llevar gente de un lado a otro. La gente es así, dice cosas que no entiendo. Cosas chocantes, como que su enemigo tiene poderosas razones para serlo. Eso no lo entiendo, pero me alibia que sea sencillo. Me gusta llevar a gente rara de un sitio a otro. Y en mi tierra no hay judíos, sólo salen en la tele.

El problema de los judíos son los americanos. Esta es una guerra por intereses económicos pero, claro, todas las guerras lo son. No pasará nada. Son habladurías.

Eso me decía mientras mirábamos las vacas paciendo en los prados verdes. Lo dejé en su hotel. Le dije que podíamos tomar una copa o comer algo por ahí, pero me dijo que traía su propia comida kosher en la maleta, y yo me la imaginé toda aplastada y saliéndose de los envases, por el sonido de la palabra, koshshshsher.

No volví a verlo. No me dijo porqué estaba en mi ciudad. Y eso que no calló en todo el trayecto. Me habría gustado conocerlo mejor.

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