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en las blancas praderas

mi primer recuerdo

Nací en una piscifactoría. Descendían por la colina, como bancales de sombra, los estanques, alargados y llenos de silenciosas truchas. Mis hermanos mayores cuentan que nos tumbábamos boca abajo en el borde e intentábamos atraparlas con las manos. Había también un río de agua saltarina, con pequeñas cascadas, remansos, pozos estrechos y profundos. Todo era agua. Incluso nos bañábamos con la manguera que utilizaba mi abuelo para limpiar el lugar. Los árboles rodeaban el recinto de la piscifactoría y en los días soleados susurraban y dejaban colarse a los rayos. Mi primer recuerdo es una sombra blanca expandiéndose. Yo caminé hacia atrás empujada por la onda de pánico, haciéndome cada vez más pequeña, me metí caminando hacia atrás en el comedor de la vieja casa, de castaño, oscuro, con sólo dos ventanucos profundos, y me encogí en una esquina. Desde allí vi cómo mi abuelo entraba con el cuerpo de mi hermanito en brazos y lo depositaba sobre la mesa. Mi hermanito no se movía. Dormía, claro y puro, ligero como una pluma entre las manos fuertes de mi abuelo, quien lo dejó allí con una delicadeza que me hizo llorar en silencio, muda en el silencio del instante. Me asustó más el movimiento de mi abuelo que el miedo vibrante que se había creado cuando todo el mundo había empezado a buscar al pequeño. Era un año menor que yo. Es decir, él tenía 3. No sé si olvidé toda vivencia anterior, excepto ese perfume húmedo de remanso, el juego de las sombras de los árboles sobre el agua negra y el cemento, el sonido del río, o si realmente hasta entonces no había la luz de la conciencia penetrado mi frágil cuerpecito. Porque fue una luz, una luz, como he dicho, vibrante de ausencia, de sombra, una luz llena de miedo y a la vez que de calma sobrecogedora, la que me penetró entonces, mientras mi hermano muerto era depositado sobre la mesa.

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