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en las blancas praderas

la pequeña cerillera

Cuando tenía 12 años empecé a crecer desmesuradamente. O así me lo parecía a mí. En seguida dejé a mis compañeras en la falda mientras seguía escalando hasta que, con 14 años, daba la impresión de ocupar las habitaciones con mi presencia, de absorber la energía de mi entorno. Los chicos se alejaban de mí, pero yo ya me había convertido en un cachorrillo por dentro. Eso me decía a mí misma, con una ternura de autoconmiseración en el tono que me emocionaba. Me veía a mí, ahí en mi interior, como la pequeña cerillera, calentándome con cerillas en medio de la nieve, esperando que llegara algún príncipe a salvarme. Atrapada por un alud. Esta sensación duró años. Soñaba a menudo que era una chica abrazable, que despertaba en los hombres sentimientos de protección. Pero no: yo era grande y de rasgos duros que nunca inspiraban ternura.
Es extraño que guste a los hombres, aunque alguna vez he despertado pasiones sorprendentes, mucho más tarde, claro está. Mi nariz es ligeramente aguileña. Mis ojos son como almendras siempre entrecerradas, con los párpados un poco hinchados que me hacen parecer somnolienta. Tengo la boca muy grande, y los labios finos pero bien formados. Y muchas pecas alrededor de la nariz y en las mejillas. El pelo totalmente liso y castaño, aunque ahora es blanco. Me descubro describiéndome según mi imagen en su momento álgido, mi imagen cuando más belleza alcanzó, allá por la década de mis 20. Pero puedo seguir hablando en presente, ya que considero que tengo todo el derecho a sentirme así. ¿A quién, si no, pertenecería esa imagen? Es, innegablemente, mía, mías son las vivencias de este rostro que he descrito, míos los recuerdos de esta piel que aún me cubre y que aún se eriza. Mi cuerpo es parecido al de las mujeres que pintaba Picasso. Mis músculos, mis hombros, son de nadadora. Siempre he sido una excelente deportista, y destacaba en todos los deportes de agua. Aún conservo varias medallas de natación por alguna parte, los collares de la estrella del equipo, aunque de buena gana habría cambiado todo aquello por un cuerpo delicado. Yo quería representar el lago de los cisnes, me sentía etérea como una heroína romántica. Tardé mucho tiempo, hasta los 20 o 24 años, en mirarme un brazo, no digamos otras partes de mi cuerpo, y no sorprenderme de que me perteneciera.
Mis amigas eran objeto de bromas útiles para el contacto durante nuestros años bobos, como hacer cosquillas, derribar al suelo o levantar en brazos. A menudo un chico tapaba los ojos de alguna desde atrás y preguntaba “¿Quién soy?”. Ellas tenían naricillas graciosas y largas pestañas. Eran deliciosas, como pajaritos o comadrejas o cochinillos, cada una en su estilo. Yo miraba con una sonrisa que pretendía ser digna y era un poco triste.
Había un chico que me gustaba mucho. En una ocasión me había ofrecido un cigarro y cuando yo lo iba a coger del paquete lo había alejado varias veces para reírse un poco, con un sentido del humor que me pareció divino y en el que creí entrever una atracción especial por mi persona. Desde aquel momento lo había considerado como mi chico, aquél que, aún sin salir con él, era para mí, mi príncipe, mi desvelo. Lo esperaba cada día, y a veces ni siquiera hablaba con él, sólo le decía hola con un gesto de cabeza. Una tarde, en que todos jugueteaban a perseguirse, yo eché a correr detrás de él, como mis amigas hacían. Lo atrapé en medio minuto y lo derribé al suelo, me senté sobre él y lo inmovilicé. Él se revolvía en el suelo, avergonzado, pero yo estaba desenfrenada, la energía me había arrollado como un tren, y no me di cuenta de que el juego no era infantil sino de cortejo, y de que mi papel no consistía en inmovilizar al oponente sino en dejarme inmovilizar por él, lo cual era casi imposible.
- Ríndete – le gritaba, muerta de risa. - ¡Ríndete o no te dejaré ir!
- ¡Déjame, animal! ¡Que me dejes, te digo, imbécil!

Estaba a punto de escupirle, porque así jugaba en casa, con mis hermanos. Ganaba el que escupía al otro en la cara. Pero no lo hice. Todos se reían alrededor como locos, y yo también. Aún recuerdo su cara cuando dejó de debatirse, sobre el césped. Sus ojos verdes y sus labios rojos entreabiertos. Me incliné y lo besé en la boca. Entonces él saltó como una fiera, se desembarazó de mí arrojándome al suelo y se puso en pie, alejándose.
- No se te ocurra acercarte a mí en tu puta vida.

Eso dijo. Yo estaba en el suelo, aún con una sonrisa en la boca, y en ese momento lo comprendí. Que era otro juego. Él se puso a fumar enfurruñado y sin hablar con nadie mientras los demás seguían riéndose, de él, de mí. Se apoyaban unos en otros para reírse. Yo me miré y vi a la pequeña cerillera allí encogida y le pregunté, con rudeza, cómo no me había advertido.

1 comentario

lorena -

quisiera q pongais el resumen de este cuento ya que tengo que hacerlo. gracias. un saludo