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en las blancas praderas

un día marcado

Cuando tenía 16 años perdí mi virginidad. Lo recuerdo tan sólo porque era consciente de la importancia del momento, es decir, porque sabía que aquel momento debería estar marcado en el futuro en el calendario de mi pasado. Yo estaba veraneando y él era un chico de un pueblo vecino unos años mayor que yo. No fue exactamente una violación, pero desde luego hubo una cierta presión psicológica, un temor mío a negarme. Sabía perfectamente aquello de que si no estás dispuesta a ir hasta el final no debes de ir con un tío en su coche, de noche, a un lugar donde nadie pasa. Además él era muy bruto y estaba medio borracho, al igual que yo. Qué decir. No disfruté. Sudábamos, me moría de sed. Ya había visto a otros hombres desnudos, pero aún me sorprendía la fealdad de aquella cosa que colgaba y tomaba vida propia. Cuando acabamos encendió los faros del coche, y yo le pedí que no pusiera música (cuando íbamos al bosquecillo había ido escuchando una música grotesca) y que esperáramos un rato antes de regresar. Mientras fumaba en silencio sintiendo cómo la luz potente de los faros hacía un nido en la oscuridad, cómo la maleza se revelaba y retorcía contra la agresión, me sentí aliviada. Había querido que pasara cuanto antes aquel momento, no deseaba seguir siendo virgen, y, al fin y al cabo, ya lo había conseguido. Ahora, cuando pienso en ello, me pregunto de dónde surgía aquel deseo de no ser virgen más que del mismo lugar prefabricado que el deseo de fumar, de emborracharme hasta caer desmayada. Porque no nacía, evidentemente, de un deseo real. No disfrutaba, ni disfruté hasta al cabo de mucho tiempo, de aquello. Quería quitármela como si fuera algo por lo que tenía que pasar tarde o temprano y cuanto antes ocurriera antes podría sentirme relajada y libre. Tenía que quitármela para no tenerla encima, para no ser virgen, lo cual era vergonzoso. Después, cuando volvimos al pueblo, caminaba por la calle y me sentía rara y salvaje. Me preguntaba si se notaría algo al hablar con los amigos a los que reencontraba después de la escapada, porque una vez había leído en una novela que no sé quién tenía “la rigidez típica de las vírgenes” y me imaginaba a mí misma más flexible, de alguna manera más blanda o expresiva. Me sentía una mujer de mundo. De todos modos, inesperadamente, cuando regresé a casa, a la soledad de mi habitación, cuando me metí en la cama para dormir, me descubrí a mí misma escarbando hacia el fondo, haciendo una madriguera bajo las mantas para llorar.

2 comentarios

J.Álvarez -

Una gozada leerte. Enhorabuena, de verdad. Es maravilloso q haya partículas q viajen tan rápido como para q nos podamos comunicar, jejeeejje... En serio, gracias por tus escritos.
Saludos cariñosos desde el Bastión de los Sueños.

setesoles -

sude, subí, bajé, comí, lloré y amé